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Julio Llamazares

Donde la ciudad cambia su nombre (2006)

Introducción: Catálogo 'Efímeros'

Donde la ciudad cambia su nombre se titulaba una célebre novela del valenciano afincado en Barcelona Paco Candel, de gran popularidad hace algunas décadas, en la que, con su característica visión social, describía las vidas de todas esas gentes que, procedentes del éxodo rural o arrojados por motivos económicos  del centro de las ciudades, se desenvuelven en los límites de éstas a caballo entre ambos mundos, el rural y el suburbano, sin esperanza prácticamente de mejorar. La referencia me vino a la  cabeza al contemplar estas fotografías en las que José Guerrero, joven fotógrafo granadino, pone su ojo en los mismos temas, aunque éste más desde la perspectiva estética.  Al revés que en la novela de Candel, cuyo estilo viene determinado por la circunstancia histórica (Barcelona, años 50), que a su vez condiciona la ideológica, en las fotografías de Guerrero es la composición estética la que se antepone a todo y la que, en todo caso,  deja traslucir una cierta mirada crítica. Porque, a la vista de esos paisajes, de esos objetos desperdigados o abandonados, de esos edificios rotos, arruinados o a medio construir que rodean nuestras ciudades separándolas  de la naturaleza abierta, uno  advierte en su interior, además de la emoción estética que su composición y su luz producen, la misma desazón e incomodidad que le producían las descripciones de la novela de Candel.

 

Desasosiego e incomodidad son, pues, las dos reacciones primeras que la fotografías de José Guerrero producen, más allá de su valoración artística. Una incomodidad que les viene tanto de lo que representan conceptualmente como de la provisionalidad que esos paisajes sugieren, que contrasta con la inmovilidad común. Y es que, mientras la idea del paisaje va unida a una cierta imperturbabilidad (máxime cuando se “eternizan” en una imagen fotográfica), los paisajes que estas fotografías nos muestran nos sugieren justo lo contrario: la fugacidad del mundo, la provisionalidad de todo, el permanente movimiento de nuestras vidas y de las ciudades y lugares en que habitamos. Porque si algo caracteriza a nuestras ciudades es, más allá de su configuración concreta o de sus características urbanísticas y sociales, la provisionalidad de sus límites, casi podría decirse que su carencia de ellos. Y es que, a la vez que los  establece, al mismo tiempo que crea sus fronteras, la ciudad las rebasa y las fagocita, estableciendo otros nuevos que también fagocita a continuación. Y, así, indefinidamente, como si de un tumor se tratara o como aquella idea que mi paisano Antonio Pereira nos dio en uno de sus relatos del infinito: ese bote de leche condensada en cuya etiqueta aparece un niño que sostiene entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta aparece el mismo niño que sostiene entre las manos otro bote de leche condensada, etc. En efecto, por más que uno se provea de una lupa o de un telescopio de largo alcance, eso es el infinito: lo que nunca se acaba.

 

Como el presente, que se convierte en pasado en el mismo instante en que se materializa, las fronteras de la ciudad dejan de serlo también en el momento mismo en el que se configuran. Esa es su naturaleza y su condición. Porque las ciudades, como los hombres, nunca dejan de cambiar, al revés que los países o las leyes, que pueden permanecer inmutables durante años, incluso durante siglos y hasta milenios. Así pues, si la naturaleza de la ciudad es el cambio, si su propia condición la obliga a seguir creciendo y a cambiar continuamente (o a mermar, en algún caso), mal pueden permanecer sus fronteras ni definirse sus límites, aunque uno lo desee.

                              

Fugacidad sobre fugacidad son, pues, los dos materiales con los que José Guerrero trabaja, al menos en esta obra. La fugacidad del tiempo, que es la materia última de la fotografía (¿o qué otra cosa es ésta que el sobrehumano empeño por detener el tiempo por parte de un hombre débil y atormentado por su fugacidad?), se superpone en este trabajo a la de unos edificios y paisajes que desaparecen prácticamente delante del objetivo. Esos edificios rotos,  esos solares vacíos o llenos de objetos muertos, esas perspectivas grises que amenazan grúas y carreteras por todas partes no hacen más que subrayar la fugacidad de todo y la provisionalidad de un mundo que desaparece al tiempo que cambia y que lo hace a toda velocidad. La falsa inmovilidad que adoptan en las imágenes, la dudosa vida eterna que José  Guerrero les otorga al congelarlos en estos cuadros, no son, como toda foto, sino un frágil espejismo que aquí es todavía más falso por cuanto salta a la vista lo inconsistente de la materia. Panta rei  dice el autor citando a Heráclito y a fe que ambos están en la verdad, como lo estaba Paco Candel al hablar de la ciudad que perdía su nombre, aunque éste lo hiciera por otras causas.

 

                               Y, ya para terminar, cómo no citar ahora, a la vista de estas imágenes del joven José Guerrero, aquel concepto que el filósofo Eugenio Trías  desarrolló en un ensayo (Lo bello y lo siniestro, Editorial Seix Barral) a partir de dos ideas de dos románticos alemanes: “Lo bello es el comienzo de lo siniestro que todavía podemos soportar” (Rilke) y “Lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, se nos ha revelado” (Schelling).

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