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Francis Hodgson

José Guerrero y la vida secreta del Támesis (2019)

José Guerrero. Trabajos/Works 02-20

Monografía. Edición: UCO + RM, 2019

 

Los estuarios de los ríos ejercen una fuerte atracción sobre la imaginación aventurera

Joseph Conrad, El espejo del mar

 

Aunque no lo parezca, el Támesis es un río secreto. Los enormes bancos de arena que se extienden del noroeste hasta el sudeste defienden su desembocadura de cualquier embarcación que tenga mayor calado que un drakkar vikingo. Estos bancos llevan nombres duros que los marineros temen: Galloper y Shipwash, Long Sand y Sunk Sand, Kentish Knock y Margate Hook, Shivering Sand.  Separados entre sí por swatchways [canales serpenteantes navegables durante la marea alta por embarcaciones de poco calado] y gats [estrechos relativamente angostos y profundos constantemente erosionados por el ir y venir de las corrientes], y bañados por mareas feroces que ciertas direcciones del viento agravan, los bancos de arena son el verdadero secreto de la riqueza londinense. En el Puente de Londres, la marea viva se eleva unos 7 metros. En Bretaña saben lidiar con eso, pero no en muchos sitios más. Hay pocas carreras de marea más extremas en el mundo. Si los historiadores británicos, tan chovinistas ellos, podían presumir de que nadie había conseguido invadir con éxito Inglaterra desde 1066 (con salvedad de “visitas” insignificantes como la de 1688, para la que encontraron nombres más llevaderos que el de invasión), en realidad se lo deben a esos bancos de arena. Para un puerto de poca altitud en un amplio estuario como es Londres, el Támesis constituye una protección feroz.

 

Por supuesto, también el ser humano puso de su parte; uno todavía puede dejarse vapulear por el viento en los bulevares del fuerte de Tilbury, con su diseño de estilo Vauban y sus bastiones puntiagudos, muchísimo más romántico que su poco prometedora ubicación en la ribera pantanosa de Essex. La construcción del puente fue una reacción algo tardía a la humillante invasión holandesa del Medway por parte de una flota comandada por Cornelis De Witt en 1667. De ella dijo John Evelyn que fue “el espectáculo más terrible jamás contemplado por un inglés y una deshonra imborrable”. En el anterior fuerte que se levantaba en el lugar, en medio del apresuramiento provocado por la alarma que anunciaba la llegada de la Armada Invencible, la Reina Isabel I pronunció uno de los más celebrados discursos de la lengua inglesa:

 

“He acudido aquí entre vosotros en este trance, como podéis ver, no para divertirme o recrearme, sino para estar en medio del calor y el fragor de la batalla, para vivir o morir entre vosotros; para entregar mi honor y mi sangre por mi Dios, mi reino y mi pueblo.

 

Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil y frágil, pero también tengo el corazón y el estómago de un rey, de un rey de Inglaterra, además, y mucho me repugna que Parma de España, o cualquier príncipe de Europa, se atreva a invadir las fronteras de mi reino. Yo misma seré vuestro general y vuestro juez y sabré recompensar todas vuestras virtudes en el campo de batalla”.

 

“Parma de España” era Alejandro Farnesio, el mejor de una gran familia de condottiere que hizo carrera al servicio de España, una figura extraordinaria: combatió en Lepanto en su juventud, y en su vejez fue el comandante en jefe nominal de la Armada Invencible.

 

La Armada no hizo honor a su nombre, más por causa de los vientos, mareas y bancos de arena que gracias a ninguna proeza náutica británica. La gran flota fue desbandada: una de sus naves naufragadas constituye hoy una atracción en Tobermory, en la isla de Mull, y hay otras muchas desperdigadas en torno a Irlanda. Inglaterra se mantuvo protestante.

 

Aunque quizás resulte extraño empezar pensando en el Támesis en términos militares. Es un gran río comercial, uno de los más grandes. Los barcos de la Compañía de las Indias Orientales, los clippers australianos, las cocas de la Liga Hanseática… esos son los barcos que deberíamos imaginar surcando el Támesis. Aunque es cierto que el comercio se apoyaba en la fuerza militar. Los grandes almacenes del Pool [tramo del Támesis al sur de la City] se encuentran todos situados hacia el interior, río arriba de los grandes astilleros de Chatham y Deptford, con el enorme arsenal de Woolwich: el Támesis cuenta de hecho con un anillo defensivo.

 

He dicho que es un río secreto. Bastante recientemente, una generación sensible y ociosa ha abierto el camino del Támesis, no solo a lo largo del trecho rural que atraviesa Oxfordshire y Berkshire, sino también a través de Londres. Ahora se puede acceder a la orilla del río y pasear por ella. Las bicicletas y los cochecitos infantiles pueden tomar el aire a lo largo de sus orillas. Los londinenses pueden recostarse en un muro y observar las carreras entre los leños que la marea empuja. Hasta hace muy poco esto era algo impensable, sobre todo en la propia ciudad portuaria. Por ejemplo, la visión de la Tate Modern, la antigua central eléctrica del Bankside, atestada de paseantes que disfrutan del río, es una nueva rareza en la historia de Londres. Tengo edad suficiente para recordar los tiempos en los que para llegar a la orilla había que colarse y atravesar un paisaje industrial decadente que por aquel entonces era un paraje secreto y prohibido.

 

El Támesis tenía la peculiaridad, que debe a sus mareas, de no ser un río con muelles. Los senderos permiten el deambular, el convertirse en flâneur, por usar la palabra que tanto les gustaba a los historiadores en el siglo XIX. Eso se producía en otras ciudades, y también en otras partes de Londres, pero nunca en el Támesis. Cada centímetro de orilla correspondía a un almacén, y solo estrechísimos pasajes entre ellos permitían llegar a la orilla. En Wapping, Rotherhithe y Bermondsey todavía quedan algunas callejas que podrían evocar lo que era aquello. El Támesis era un río sucio, y muchísimo más transitado de lo que podríamos imaginar ahora. Hoy solo experimenta un trasiego náutico como el que constituía su día a día hasta hace muy poco en ocasiones excepcionales (el desfile fluvial por el jubileo de la actual Reina Isabel, las celebraciones del milenio…).

 

Los estibadores tenían la costumbre de cruzar el Pool  [tramo del Támesis al sur de la City] saltando de cubierta en cubierta: era más rápido que dar un rodeo por el puente si había trabajo para ellos al otro lado. Pero los londinenses normales no sabían nada de todo esto, de la misma manera que ignoraban todo acerca de las callejas de Dockehead y Pierhead.

 

Una consecuencia inesperada de este misterio es que cada habitante de Londres tiene su propio atlas del Támesis, lugares secretos que todos los demás podrían pasar por alto. El río se ha abierto mucho. Las Clean Air Acts [Leyes del Aire Limpio] acabaron con el humo y el smog que solía cubrirlo a diario, y también el agua está mucho más limpia de lo que solía. Se avistan focas incluso en la Isla de los Perros, en Londres, aunque los intentos de repoblar el salmón han fracasado hasta el momento. Hubo un tiempo en que el salmón abundaba en el Támesis: en el siglo XVIII los aprendices de la ciudad se pusieron en huelga para exigir que no se les sirviera este pescado más de cinco veces a la semana. Pese a todo esto, el Támesis sigue sin ser un lugar de amplias orillas o paseos abiertos al público. Por cada gran palacio que se cierne sobre el río, por cada Greenwich y Somerset House, y el South Bank justo enfrente, y Hampton Court y la madre de todos los Parlamentos, siguen existiendo kilómetros y kilómetros de orilla ordinaria e indistinta, incluso hoy.

Para mí, Brentford Dock es un lugar muy característico del Támesis. Allí aparece el canal [Grand Union Canal], bastante alejado río arriba de las ciudades gemelas de Londres y Westminster, por entre una franja desaseada de varaderos y cobertizos para barcos, por debajo de una vía importante. El camino de sirga del Grand Union Canal, que acompaña al río desde incluso antes de Birmingham, se detiene a escasos cientos de metros de llegar al Támesis, dejando a la tripulación de los barcos comerciales un trecho de navegación complicada para llegar desde el río a la primera esclusa. Uno de los últimos fletes regulares, a principios de los 70, era el pedido semanal de naranjas sevillanas de la fábrica de chocolate de Bournville. Así que Brentford, a kilómetros del agua, fue en su día un puerto de desembarco. Dan fe de ello los improbables carteles aduaneros que todavía quedan en los muelles y que recibían a aquellos que pisaban suelo británico por primera vez en aquel lugar.

Ese es uno de mis lugares secretos. Otro es Eel Pie Island, habitado por el fantasma del Eel Pie Hotel, uno de los lugares señeros del rhythm ‘n’ blues británico. Yo nunca llegué a ir, ardió completamente antes de que tuviera edad, aunque sí fui a menudo a su pariente menos sórdido, el Bull’s Head de Barnes. Eel Pie no es ni mucho menos una gran isla. Los mapas antiguos la indican como un ait  [isla fluvial pequeña], que es un nombre que le va mucho mejor. Sigue acogiendo a una comunidad de artistas que sin llegar a ser sórdida, sí podría decirse de ellos que son bohemios. A medida que los lugares pseudobohemios como los embarcaderos de Cheyne Walk se volvían ridículos (en cuanto al precio, las ínfulas y el tipo de gente que los habitaba) los verdaderos bohemios londinenses que podían se mudaban río arriba, a Eel Pie. Una vez destrocé el motor de un Volvo 480ES al empeñarme en conducirlo a lo largo de Chiswick Mall inundado por la marea. Ahí estaba yo, vadeando lentamente el agua poco profunda detrás de otros muchos coches que hacían lo mismo. Los demás coches lo consiguieron, pero lo que yo no sabía es que la ventilación de ese coche está muy baja y situada entre las ruedas delanteras. Ahora ya lo sé. Ese día, Chiswick Mall se convirtió en uno de mis lugares secretos. La Isla de Sheppey es también un lugar secreto, pero de otro tipo; una pequeña colina de una extraña belleza que se alza por encima de las marismas. Antes me gustaba el brazo rechoncho que sobrevivió del Canal Grosvenor, bajo la característica chimenea de la estación de bombeo que se halla junto a las vías del tren de Victoria Station. La estación fluvial de Pimlico, el pub The Dove de Hammersmith, los balcones del Hospital St. Thomas, Barking Creek y los Bow Back Rivers…

 

Todo londinense tiene relaciones así con el río. Pueden pasarse semanas seguidas sin verlo, porque se puede cruzar en metro sin ni siquiera notarlo. No obstante, todos conocen la sensación de quedarse sin aliento ante la simple amplitud del cielo sobre el agua. Wordsworth no es el único que reparó en la asombrosa belleza del río cuando fortuitamente se despejaba el humo. También Monet se dio cuenta, y sus estudios de la luz cambiante sobre el Parlamento son “recuerdos secretos” de muchos de nosotros. La gaviota de Bill Brandt que deja atrás las embarcaciones es también uno de los míos, al igual que los estilizados bocetos de Whistler. No todos los recuerdos secretos del río se corresponden de manera simple con lugares reales; los retazos de canción, los fragmentos de viejas conversaciones también sirven.

 

Me gusta el mito urbano de que las alarmas de marea fluvial suenan cuando el agua alcanza las bocas de los leones ornamentales que sujetan anillos de amarre en los diques del río. La primera vez que me lo dijeron sonaba algún tipo de alarma de verdad, y desde entonces, una rima me da vueltas a la cabeza:

 

“Cuando los leones beban, Londres se hundirá de veras

si les llega a la melena, de agua la ciudad se llena,

si los vemos hundidos, estamos… en problemas”

 

Suena a rima infantil antigua y soez, pero los leones a los que hace referencia no pueden ser anteriores al Thames Embankment  [importante proyecto de ingeniería civil para recuperar terreno en la orilla norte del Támesis a su paso por el centro de Londres] de Joseph Bazalgette, que se llevó a cabo bien entrado el siglo XIX.

 

T.S. Eliot conocía todos los secretos del Támesis. En La Tierra Baldía habla de cómo “suda aceite y brea”. Pero en The Dry Salvages, el tercero de los Cuatro Cuartetos, empieza con un rico pasaje sobre el Mississippi, que Eliot debía de conocer bien puesto que se crio en St. Louis:

 

Yo entiendo poco de dioses; pero me parece

que el río es un dios fuerte y pardo: huraño, indómito

y adusto, paciente hasta cierto punto, admitido

al principio como frontera; útil

y desleal como vehículo del comercio;

y luego un problema sólo para el constructor

de puentes. Resuelto el problema, en las ciudades

casi olvidan los vecinos al dios

pardo, quien conserva, sin embargo, implacable,

sus ritmos y sus iras, destructor; quien recuerda

a los hombres lo que ellos prefieren olvidar.

Privado por los adoradores de la máquina

de culto y de ofrendas, está a la espera:

vigila y espera.

(…)

Llevamos el río dentro….[1]

 

Los londinenses reconocerán esto. Llevamos el río dentro. Quizás podríamos llamarlo el subconsciente de los londinenses. No hace falta conocer los ríos subterráneos, el Neckinger y el Effra y Counter’s Creek y el Fleet, que transcurren de manera todavía más secreta que el Támesis, para entender el modo en que el río actúa sobre los londinenses como una combinación de lo individual y lo colectivo. Todos los fans del Fulham saben del Támesis a sus espaldas; también los fans del Millwall y del Charlton, aunque sus trocitos de río quizás no les queden tan cerca. Cualquiera que se eleve en su coche por el puente Queen Elizabeth II entre Queenhithe y Purfleet puede ver los rascacielos a lo lejos hacia el oeste y los petroleros amarrados prácticamente debajo, en el barro. Pero no son estas vistas tan públicas, tan obvias, las que dibujan nuestros mapas propios.

 

Ese es el río secreto y subconsciente que José Guerrero aborda con tanta sensibilidad en su serie sobre el Támesis, hace ahora unos diez años. La niebla, por supuesto, es londinense por derecho propio. Está la niebla hedionda y amarillenta de Conan Doyle, la pea-souper [sopa de guisantes], un verdadero smog industrial, que asfixia Baker Street. Está la repetición constante y lúgubre de la palabra propia palabra niebla, que tan bien suena en Casa desolada:

 

“Niebla por todas partes. Niebla río arriba, por donde corre sucia entre las filas de barcos y las contaminaciones acuáticas de una ciudad enorme (y sucia). […] Gentes que pasan por los puentes y miran por encima del parapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadas de niebla, como si estuvieran metidas en un globo, colgadas en medio de las nubes neblinosas.”

 

También el cine le ha sacado a la niebla todo el partido que ha podido: de nuevo Dickens, a través del ojo empático del realizador David Lean, en la niebla que se arremolina de forma amenazadora alrededor de las ciénagas de Medway en el inicio de Grandes Esperanzas (1946). Londres tampoco es tan neblinoso cuando se vive en él, al menos no desde las Clean Air Acts. Pero a Guerrero no le interesaba especialmente la niebla; entiende los secretos del río, la manera peculiar en que tiene cientos de miles de lugares con un significado privado y muy pocos momentos tremendamente públicos, compartidos. El Támesis de Guerrero recupera poco a poco incluso los grandes monumentos de la City. La niebla desgasta los contornos definidos de las cosas, de la misma manera que el cieno corroe el hierro que contienen. Las viejas historias -¿Qué había aquí amarrado? ¿Por qué se desmanteló esa embarcación para luego abandonarla?-  poco a poco dejan de contarse. ¿Estará ganando el cieno? ¿O es simplemente que Londres, la ciudad de las mareas, cambia a cada generación, y los lugares importantes de una época se convierten en los rincones perdidos de la siguiente? El Canary Wharf de Guerrero, la nueva ciudad financiera de estilo internacional construida ex profeso en el Este, a duras penas parece un gran centro de negocios internacional. No es más que otro lugar privado más del Támesis. Guerrero encontró esos lugares como un londinense. Se alojaron en su subconsciente como los londinenses saben que puede hacerlo el Támesis. La historia verdadera se la lleva la marea. Solo lo privado permanece.

 

 

 

 

 

(Traducción del inglés de Lucía Martínez)

[1] T. S. Eliot, Cuatro Cuartetos, ed. de Esteban Pujals Gesalí, Cátedra, 2004.

         

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